Una de las mil actividades excitantes que ofrece Sudáfrica y su vida salvaje es el shark diving: nos sumergimos en el océano índico al encuentro del Gran Tiburón Blanco.

La jornada empieza temprano, muy temprano. A las 5:00 de la mañana partimos de Cape Town dirección este, y tras dos horas por carretera, llegamos a Gansbaai, la aparentemente apacible bahía de la costa sudeste que alberga en sus aguas a una de las especies animales más desconocida y amenazada (quedan unos 3.500 ejemplares en todo el mundo, es una especie protegida en Sudáfrica desde 1991) del mundo.

Los biólogos marinos no conocen a ciencia cierta sus hábitos alimenticios ni migratorios; tampoco nunca una hembra ha sido vista dando a luz, por lo que se cree que lo hacen a gran profundidad. Este temido y majestuoso depredador marino puede llegar a vivir unos 60 años, alcanzar los seis metros de longitud y los 2.000 kg de peso.

Después de un potente desayuno, zarpamos hacia la isla repleta de focas que se encuentra a unas siete millas náuticas de la costa. Las focas son el alimento favorito del Gran Tiburón Blanco.

La embarcación en la que navegamos, lleva una plataforma saliente en la popa desde donde uno de los tripulantes vierte una mezcla a base de trozos de pescado, sangre y algún otro componente que desconocemos. Este cóctel despierta el instinto de los tiburones, les resulta inevitablemente atractivo y es así como empiezan a rodearnos. Una cabeza de atún y un corcho con forma de foca hacen el resto. Hasta cinco ejemplares de Gran Tiburón Blanco acuden y tratan de hacerse con la pieza.

Lo cierto es que la visión desde la cubierta es impresionante, y la experiencia de sumergirse en la jaula para verlos a menos de un metro de distancia resulta excitante. Sin embargo, el hecho de engañar a semejante animal con una cabeza de atún, un corcho y chorros de sangre no deja de despertar en nosotros ciertas dudas éticas.