Todos, absolutamente todos, necesitamos ayuda en algún momento de nuestra vida. A lo largo de mi existencia he tenido el placer de coincidir y conocer a muchísimas personas, cada una con su historia. Historias muy duras, de esas que te dan qué pensar. Os prometo, que muchos de esos testimonios me han puesto la piel de gallina, y me han hecho derramar más de una lágrima… No exagero. Por mucho que quiera, no logro ni siquiera imaginarme por lo que muchos de ellos y de ellas han pasado. Gracias a todo lo que he visto y escuchado, me he dado cuenta de lo importante que es ayudar, colaborar, porque con muy poco, podemos cambiarlo todo.

De modo que, tras alcanzar la cima del Manaslu y unos días de descanso en Katmandú -aunque a decir verdad, dormir poco, pero sí recuperarnos del gran esfuerzo que habíamos hecho-, decidimos regresar al Campamento Base para reencontrarnos con las y los vecinos de Samagaun. Esa gente siempre nos recibe con los brazos abiertos y echarles una mano me parece lo mínimo que podemos hacer.

En nuestra vuelta al CB del Manaslu tuvimos la suerte de estar muy bien acompañados, con amigas y amigos. ¡Qué más se puede pedir! Concretamente, entre nuestro grupo de 13 amigos y amigas vivieron 7 sanitarios (2 médicos y 5 enfermeros y enfermeras). Durante su estancia han pasado consulta y entre todos y todas hemos adquirido diversos materiales que tan bien le viene a la población local. Medicación, productos de higiene… y dos camas térmicas. Sí, sí, habéis leído bien… camas térmicas, es decir, unas incubadoras portátiles que hemos instalado en Okjaldhunga Patle y Samagaun. Increíble

Dicho así, suena un poco raro, pero os pongo en contexto. De sobra es sabido que la tecnología es la clave en cuanto a avances sanitarios, pero desgraciadamente, la mayoría de las veces es carísima, y por lo tanto está muy alejada de las posibilidades económicas de países en desarrollo. Es más, entre todas esas historias que anteriormente os he contado, hubo una que se me quedó grabada en la mente. Noa, una mujer nepalí de apenas 33 años, me contaba con lágrimas en los ojos que, en su aldea, los bebés prematuros se acomodan en una caja de zapatos o en una calabaza vacía… Se me caía el alma al suelo. Una caja de zapatos o una calabaza… eso es para ellos y ellas lo que aquí conocemos como una incubadora convencional, cuyo precio puede ascender hasta los 60.000 euros.

Ante esta cruda realidad, dos jóvenes ingenieros de “Medicina abierta al mundo”, se pusieron en marcha y desarrollaron una cuna neonatal accesible, de código abierto y bajo coste. Su trabajo, consiste, entre otros, en crear unos microchips que se implantan en la cuna y con el que generan unas condiciones de humedad, luz, oxígeno y temperatura óptima para que cuando el bebé nazca pueda descansar en condiciones ideales. Y creedme, en estas zonas rurales tan alejadas disponer de estos recursos, sobre todo en invierno, puede salvar (muchas) vidas…

Pero aquí viene lo mejor… Esta cuna es plegable, tiene el tamaño de una maleta, pesa aproximadamente 23 kilos y cuesta en torno a los 350 euros… Los y las precursoras de este invento, convencidos de que el lugar de nacimiento no debería condicionar las posibilidades de un recién nacido de salir adelante, han utilizado materiales y tecnologías sencillas de manera que pueda ser adquirida y replicable en cualquier lugar del mundo. De hecho, si algo falla, un ingeniero, puede conectarse desde España con el microchip de la incubadora y arreglar las averías y problemas técnicos de manera telemática. Es más, toda la información del diseño y montaje es compartida en internet de manera que quien pueda necesitar este producto, pueda fabricarlo por sus propios medios. De verdad, ¡un inventazo!

Pero el mérito no es solo suyo. Junto a la ONG Ayuda a contenedores (que gestionan económicamente el proyecto), y Salesianos Pamplona (que colaboran diseñando el material a través de una máquina 3D) forman el trío perfecto. Un trío que aporta su tiempo y conocimiento de forma altruista y que hacen posible este gran proyecto que sigue creciendo y salvando vidas de los más pequeños.

Por personas como estas todavía tengo fe en el ser humano… Creo que no hay palabras en el mundo para agradecer su labor. Y es que no es fácil encontrar a personas cuya finalidad no sea fabricar y vender, sino crear y compartir sus conocimientos de manera altruista con el único fin de salvar vidas.

Lo prometo, no hay dinero en el mundo que pague esas sonrisas, esas miradas de satisfacción y agradecimiento que nos han regalado las familias nepalíes cuando les hemos hecho entrega de todo este material. El mejor recuerdo que me llevo de este viaje, sin duda. Una imagen que quedará siempre en mi retina. Los pelos de punta…